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La recuperación de la autoridad

Regresamos después del tiempo estival y lo hacemos invitándoos a pensar en esta ocasión sobre los modelos de educación permisivos y autoritativos, guiados por la erudición del filósofo y ensayista José Antonio Marina. De su libro La recuperación de la autoridad. Crítica de la educación permisiva y de la educación autoritaria, Editorial Debolsillo, 2014, hemos extraído el siguiente fragmento que estamos convencidos no os dejará indiferentes.

Una sociedad permisiva se funda en la libertad y los derechos, mientras que la sociedad autoritaria se funda en la autoridad y los deberes. Escuchamos muchas voces alarmadas, quejándose de la falta de respeto que se vive en la familia, en la escuela, o en la sociedad en general. La cultura de la permisividad comienza a darn os miedo. Hay una nostalgia de la autoridad. Pero ¿a qué autoridad se quiere volver? José Antonio Marina, atento a la realidad, analiza el concepto de autoridad, y desentraña el «sistema invisible» en que se apoya la cultura permisiva. Por otra parte, advierte que reclamar la vuelta a la autoridad no tiene sentido sin resolver previamente el problema fundamental: ¿Cómo corregir los excesos sin eliminar los triunfos? ¿Cómo vaciar la bañera sin que se nos vaya el niño por el desagüe? El autor, brillante y comprometido nos hace una propuesta. Necesitamos reformular el concepto de libertad, que ha provocado todo el problema. La libertad no es una propiedad innata, sino aprendida. No es espontaneidad sino deber. El deber, precisamente, de buscar la excelencia. A partir de esta idea, la educación se convierte en una atractiva tarea de padres, maestros, profesores e instituciones.

Vivimos en una sociedad permisiva, después de haber vivido durante gran parte del siglo XX en una sociedad autoritaria o dictatorial. La sociedad permisiva se funda en la libertad y los derechos, la sociedad autoritaria se funda en la autoridad y los deberes. La oposición es tajante y posee una claridad maniquea. Las cosas se complican porque las épocas inseguras-y la nuestra lo es-añoran la autoridad.

Lo que impulsó a José Antonio Marina a escribir este libro es su convicción de la precariedad del mundo ético que estamos intentando construir. La inteligencia humana puede fracasar. Para fortalecer el proyecto ético de la humanidad, necesitamos no sólo unas instituciones dotadas de autoridad, sino unos ciudadanos dotados también de autoridad. El verdadero significado de “autoridad” lo relaciona con el mérito. La autoridad merecida-el refrendo de la calidad personal-debe acompañar toda posición de poder, y esto nos compromete a todos en la búsqueda de la excelencia.

Tras estudiar el sistema invisible, el nivel no consciente del que emergió la sociedad permisiva, Marina se pregunta si podemos recuperar la energía pedagógica del deber en una sociedad que disfruta de la permisividad, sin volver a caer en el autoritarismo. En el libro, realiza diferentes propuestas para prestigiar la “autoridad merecida”: apelar siempre a un poder legítimo, donde tanto el político como el ciudadano sean figuras de autoridad; la educación del carácter, que incluiría como elemento esencial una pedagogía de la libertad; la recuperación de la autoridad personal de los padres, que tendría un componente profesional (conocer como padres los principios básicos de la educación) y otro moral (demostrar cariño e interés en su relación con sus hijos y cumplir sus deberes); la adquisición por parte de los docentes de esa autoridad merecida (que incluirá dos aspectos, una capacitación profesional y una autoridad moral).

Marina considera necesario hibridar los factores que hasta ahora estaban separados de la cultura permisiva y la cultura autoritaria en una sociedad de la responsabilidad, donde la libertad tenga al deber como estructura psicológica básica. No somos libres, tenemos la obligación de liberarnos. Y la tarea principal de la educación es mantener viva la inteligencia social y ayudar al mantenimiento del Gran Proyecto Ético, formando a ciudadanos que, conscientes de su responsabilidad, estén dispuestos a realizarlo

El tema de la autoridad en la familia y en el sistema educativo inquieta desde hace decenios. Esperanza Aguirre ha vuelto a llamar la atención sobre él, prometiendo una ley que otorgará al profesor-funcionario la calidad de «autoridad pública», para protegerle así de los ataques de padres y alumnos. Me parece muy bien. Al menos ha hecho algo. Pero pensar que ésa es la solución sería lo mismo que decir que el problema de la autoridad de los padres está resuelto porque el artículo 154 del Código Civil dice que los hijos «deben obedecer a los padres mientras permanezcan bajo su potestad y respetarles siempre». La cuestión está en cómo exigir o conseguir el cumplimiento de esa obligación.

Vivimos en una sociedad permisiva, después de haber vivido durante decenios en una sociedad autoritaria. Y comenzamos a sentir miedo. Por todas partes se lamenta la hipertrofia de derechos y la atrofia de deberes, y se reclama la recuperación de la autoridad como panacea. Sarkozy hizo de ello el centro de su programa, abominando de mayo del 68 y de su prohibido prohibir, y el fervor con que se aceptó su propuesta alarmó a un gran sector de la ciudadanía francesa, que vio levantarse el fantasma de un autoritarismo democrático de nuevo cuño. No olvidemos que dentro del estúpido reparto de valores llevado a cabo entre las ideologías políticas, la autoridad se atribuye a la derecha y la libertad a la izquierda. Lo tacho de estúpido porque plantea un maniqueismo dificilmente vivible, ya que ambos valores van coordinados. Ante tales confusiones, hace falta una profunda elaboración intelectual del problema y de sus soluciones. Sin entusiasmos ni ataques precipitados. No podemos reclamar autoridad si no sabemos qué autoridad estamos reclamando. Con frecuencia, al hacerlo, sólo se pide «mano dura», «orden» y «disciplina», y esto tiene poco que ver con la verdadera autoridad.

La preocupación por la quiebra de la autoridad es intensa y universal. Alain Renaut en Le fin de l’autorité considera que es «una crisis estructural de las democracias, una crisis de legitimidad sin precedentes», y Hannah Arendt afirmaba que «si se pierde la autoridad, se pierde el fundamento del mundo». ¿Es sensato tanto alarmismo? Lo que es sensato, ante todo, es aclarar el término. Pongámonos manos a la obra.

El concepto de autoridad apareció en Roma como opuesto al de poder. El poder es un hecho real. Una voluntad se impone a otra por el ejercicio de la fuerza. En cambio, la autoridad está unida a la legitimidad, dignidad, calidad, excelencia de una institución o de una persona. El poder no tiene por qué contar con el súbdito. Le coacciona, sin más, y el miedo es el sentimiento adecuado a esta relación. En cambio, la autoridad tiene que despertar respeto, y esto implica una aceptación, una evaluación del mérito, una capacidad de admirar, en quien reconoce la autoridad. Una muchedumbre encanallada sería incapaz de respetar nada. Es desde el respeto desde dónde se debe definir la autoridad, que no es otra cosa que la cualidad capaz de fundarlo. El respeto a la autoridad instaura una relación fundada en la excelencia de los dos miembros que la componen: quien ejerce la autoridad y quien la acepta como tal.

Éste es el sentido que aún conserva la palabra en expresiones como «es una autoridad en medicina». Y es el que se ha perdido, por ejemplo, cuando se dice que un policía es representante de la autoridad. Esto sólo ocurre cuando el poder es legítimo y digno, porque en una tiranía la policía es sólo un representante del poder, de la fuerza. Ocurre lo mismo con la autoridad del Estado. Sólo la tiene cuando es legítimo y justo; de lo contrario es un mero mecanismo de poder. No lo olvidemos: el concepto de autoridad nos introduce en un régimen de legitimidad, calidad, excelencia, dignidad. Por eso tenía razón Hannah Arendt al decir que si desaparecía, se hundían los fundamentos del mundo. Al menos, del mundo democrático, que es al que ella se refería.

La autoridad es, ante todo, una cualidad de las personas, basada en el mérito propio. A ella se refería el emperador Augusto en una frase famosa: «Pude hacer esas cosas porque, aunque tenía el mismo poder que mis iguales, tenía más autoridad». Sin embargo, por extensión, se aplica a las instituciones especialmente importantes por su función social: el Estado, el sistema judicial, la escuela, la familia. En este caso, la autoridad no es el ejercicio del poder, sino el respeto suscitado por la dignidad de la función. Y esa dignidad obra de dos maneras diferentes. En primer lugar, confiere autoridad a quienes forman parte de esa institución, para que puedan realizar sus tareas. Por ello, todos los jueces, padres o profesores merecen respeto «institucional». Pero, a su vez, esa dignidad conferida por el puesto, les obliga a merecerla y a obrar en consecuencia. Forma parte de su obligación profesional, podríamos decir.

Como se ve, el modelo conceptual de la autoridad nos integra a todos en un modelo de la excelencia y el mérito. Por eso todas las sociedades torpemente igualitarias acaban rechazando la autoridad en este sentido, porque les cuesta aceptar las diferentes jerarquías de comportamientos y consideran que respetar a alguien es una humillación antidemocrática. Se instala así una democracia vulgar, basada en el poder, en vez de una democracia noble, basada en la calidad y el respeto, y, por eso, tiene razón Alain Renaut en el texto que cité al principio. La crisis de autoridad es una crisis de la democracia.

Apliquemos esto a casos concretos. Volvamos a la escuela. Lo primero que hay que hacer es fomentar el respeto por la institución educativa. Su autoridad institucional deriva de la importancia y legitimidad de su función social. Y de ella, a su vez, procede la autoridad conferida a los que deben cumplir esa función: los maestros y profesores. Espero que la Ley propuesta por Aguirre insista en este punto. Lo decisivo es proteger la escuela, prestigiarla, con todos los recursos estatales, porque de ahí deriva todo lo demás: la dignidad de la función docente, y la necesidad de que sus protagonistas puedan ejercerla debidamente. La escuela es un ámbito que debe ser especialmente cuidado y protegido -y querido- por la sociedad entera.

En segundo lugar, debemos poner en funcionamiento los mecanismos legales, económicos, pedagógicos, necesarios para que todos los que trabajan en el sistema educativo -desde los profesores a los conductores de los autobuses escolares- sientan que su misión es importante y respetada. Y, por último, los docentes deben reponder a esa dignidad, buscando continuamente la excelencia. La misma que pedimos a todos los profesionales que intervienen profundamente en nuestras vidas.

El modelo funciona también respecto de la institución familiar. Debemos comenzar reafirmando la importancia de la institución, que la hace merecedora de respeto por su función social. De esa función deriva la autoridad de los padres, lo que implica el apoyo legal, económico y educativo necesario para que la puedan realizar. Por último, esa autoridad exige a los padres que cumplan bien sus deberes, que busquen la excelencia parental. Podríamos decir cosas muy parecidas de la autoridad política y jurídica, lo que nos haría ser inevitablemente repetitivos. En ambos casos necesitamos una recuperación de la dignidad de la institución, una reafirmación de su función social y, a partir de ahí, exigir la ejemplaridad, la excelencia a los encargados de realizarla.

Como ven, la recuperación de la autoridad no quiere decir sin más recuperación del orden y la disciplina, sino instauración de la excelencia democrática. La democracia no es un modo de vida permisivo, sino exigente, que, sin embargo, aumenta la libertad y las posibilidades vitales de todos los ciudadanos. A cambio nos pide un respeto activo, creador y valiente por todo lo valioso. La autoridad aparece así como el resplandor de lo excelente, que se impone por su presencia. Tal vez a esta relación se refería Goethe cuando nos recomendaba «desacostumbrarnos de lo mediocre y, en lo bueno, noble y bello, vivir resueltamente».

 

 

José Antonio Marina (filósofo y ensayista)

 


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